— ¿Y si vamos en tren…? Es mas rápido…—
— No, yo ni loca. Cada vez que me subo a un tren me quieren robar, ya me deben ver la cara— me contesta Florencia
—No, yo tampoco. Vamos en el 159. — adhiere Lucía.
El reloj del Centro de Sociales marcaba las 19:35 cuando partimos desde la Universidad Nacional de Quilmes rumbo al Teatro Sarmiento. Allí nos estarían esperando algunos compañeros mas, con quienes habíamos acordado ya con antelación, encontrarnos en la puerta del lugar para poder presenciar la función todos juntos y asi compartir la experiencia. La función era a las 21:00, por lo tanto sobraba el tiempo; o al menos eso creíamos. Camino a la parada del colectivo, diviso que el vehículo ya se encontraba allí. Comenzamos a correr. Arranca. Me adelanté a mis compañeras e hice señas, el micro frenó. Menos mal, era el semirrapido. Sinceramente no se acerca de que estaría escribiendo ahora si aquel “blanco” hubiera sido otro, si no lo hubiéramos corrido o si simplemente el chofer hubiera decidido no detener la marcha. Lo importante es que 2 minutos después ya estábamos sentados en la fila trasera del vehículo y acercándonos, cada vez un poquito mas, a nuestro destino.
El viaje se hizo corto, mejor que si hubiéramos viajado en tren, lo reconozco. Ahora había que cruzar esa calle ten ancha que le hace pensar a uno, si llegará a cruzarla a paso normal sin que se le acabe el tiempo que la misma ciudad dispone para el acto. De todas maneras, no había que preocuparse si metros antes de la meta hubiera que acelerar el paso, porque ya habíamos hecho el calentamiento pre competitivo en el momento de subir al micro; asi que lesionados, no íbamos a llegar.
— Dale, crucemos— incentiva Lucía.
— No, mirá si se nos corta en el medio — contesta Florencia demostrando no tener la mas mínima intención de cruzar.
— Pero tenemos un montón de tiempo— insiste Lucía.
Florencia, firme. Yo también. Sinceramente me era igual cruzar en ese momento o tener que esperar la pasada de otra serie de autos. Finalmente cruzamos y cuando faltaban 2 segundos para que el semáforo le mostrara su cara mas verde a los automovilistas, pisamos tierra firme. Habíamos llegado a la vereda. Caminamos entonces rumbo a la boca del subte, y en el camino pasamos por los paisajes mas porteños de Buenos Aires. En la Plaza de Mayo, medios de comunicación de todo tipo habían dicho presente y se mezclaban con los efectivos policiales que eran tan numerosos como ellos. ¿Qué ocurría? Aún no lo sé. Se vislumbraba un escenario y sonoros cantos populares adornaban la noche. “Se habrán enterado que veníamos nosotros” comenté risueñamente al pasar. Igual nosotros seguimos con nuestro camino hasta que por fin encontramos la boca del subte. Nuestra boca del subte. La espera fue corta y el viaje también, ahora restaba lo mas importante; encontrar el teatro. Observamos que no encontrábamos la calle Sarmiento, solo leíamos en los carteles: “calzada circular” y no entendíamos bien de que se trataba. Entonces decidimos preguntar. Yo pensé entre mi: resultaría riesgoso consultar con un transeúnte ya que podía darse que estuviera de paso y no saber, o guiarnos mal, o lo que hubiera sido peor; guiarnos muy mal. Entonces consultamos con un hombre que se encontraba detrás de un puesto de flores. Este tenía que saber.
— Señor, una pregunta: ¿la calle Sarmiento…?— pregunta Florencia.
El hombre puso cara de que le hubieran preguntado si faltaba mucho para llegar a Moscú.
—Y… Sarmiento es mucho mas para allá (señala a su espalda). ¿Que altura buscan?— pregunta.
— Al 2700…— se le contesta.
— No… están muy lejos acá, ¿a que altura es 2700?— le pregunta a otro hombre que acomodaba las flores.
—Y Pueyrredón al 2700 es a la altura de Corrientes, asi que…— lo interrumpe el otro hombre y nos dice:
—Miren, tómense el 68 acá en la esquina y bájense en Corrientes. —
Miro la hora: eran las 20:50, miro a la esquina, y el 68 que se escapa. De todas formas, de nada hubiera servido pero en aquel momento le agregó una pequeña cuota de desesperación a la ya exasperante situación. Seguimos caminando desorientados y mientras esperábamos para cruzar, una joven pareja con un bebé, o sea unos simples transeúntes, nos indicaron con una simpleza única hacia donde deberíamos ir.
— ¿Que van al Teatro Sarmiento?— nos pregunta la mujer
— Si. — Repuesta unísona. —
— Sigan por acá derecho, crucen la plaza, y cuando termina el zoológico, es ahí. —
El agradecimiento fue, es y será eterno. Efectivamente eso hicimos, y cuando el desagradable olor proveniente del zoológico se hacía cada vez mas fuerte, comenzamos a divisar las figuras de nuestros compañeros a la distancia que aguardaban por nosotros en la puerta. En un comienzo, dudaba si estábamos yendo realmente al lugar correcto, porque alcanzaba a leer un cartel que rezaba algo similar a Centro de Investigación. Claro, Centro de Investigación Teatral. Una vez allí, y luego de saludarnos, compramos las entradas rápidamente por si en una de esas, llegaban a agotarse. Transcurridos unos pocos minutos, ya estábamos sentados en la última fila de plateas aguardando el comienzo del espectáculo.
La sala era pequeña, tan pequeña que costaba distinguir aquello que era escenario y aquello que no. La capacidad de espectadores no superaría las 50 personas, en realidad, no podría superar las 50 personas. En la oscuridad resaltaba una pantalla, que al igual que dentro de un cine, proyectaba imágenes de una película de orígen francés con la presencia también, de algunos actores de habla inglesa. El film, arriesgo sin temor a equivocarme, parecía haberse realizado en el año 60 o 70. De la misma época eran algunos objetos que se encontraban sobre la mesa, en la cual, dos hombres sentados jugaban al truco y una mujer los observaba de pie. Desde un comienzo sospeché que esa extraña situación podía ser parte de la obra, y mis sospechas fueron confirmadas cuando las luces opacaron aun mas su brillo, y la conversación que los hombres mantenían, adquirió un protagonismo absoluto en el silencio ya reinante de la sala. Un reloj adredemente visible marcaba las 21:15, el show había comenzado. Lo que estábamos viendo, se llamaba “Escuela de conducción”; una de los espectáculos que integran el ciclo de representaciones denominado “Biodramas”. Los hechos transcurridos en este caso, girarán alrededor de la temática de los accidentes de tránsito, las clases de manejo, seguridad vial, etc. Pero lo mas llamativo, eran las experiencias personales y según los propios actores, reales, que acompañaban lo acontecido durante la obra. Los actores eran realmente actores y la obra de teatro era verdaderamente una obra. Los actores, eran igual que yo escritor o usted lector, actores que participaban nada menos que en la obra mas compleja de entender y mas difícil de representar de todas: la vida. De eso se trataba todo, de contarle a un público extraño y heterogéneo cosas que han pasado, situaciones por las que han atravesado Guido, Carlos y Liliana.
Guido era un hombre que tendría aproximadamente unos 68 años, canoso, ya casi calvo, de bigote fino y vestía de traje tal cual haría un ingeniero civil. Por supuesto, era esa su profesión. Mas tarde nos enteraríamos que entre otras cosas, era descendiente de los Balentini, una familia de nobles italianos que tras hacer cumplir los votos de pobreza prometidos por su quien sabe tatara cuanto abuela Elena, donó toda su fortuna al Estado italiano. "¡En ese castillo, tendría que estar viviendo yo!" exclamó Guido señalando la pantalla que reflejaba la imagen de la enorme propiedad de la cual supuestamente podría haber sido dueño.
Pero no todo correspondía a su historia de vida, también nos informó que el 60% de los accidentes de tránsito eran causados por el factor humano. Carlos era un hombre de, dichos por él, creíbles 53 años, pelo negro, casi calvo también, de bigote grueso y vestía como un ex-vendedor de fósforos. Por supuesto, de ello había trabajado por muchos años. De él aprendimos que los viejos fósforos de cera no se apagan al caer al suelo, cosa que no ocurre con los actuales fósforos de madera. Al menos, eso intentó demostrar. El primero que prendió alcanzó el suelo con todo su esplendor, el segundo por el bien de su teoría; ya no. También obtuvimos de él, el momento mas emotivo de la noche. Fue cuando leyó una carta que su mujer le había escrito con motivo de su cumpleaños, en donde le expresaba que seguía tan enamorada de él como en aquel momento que lo conoció, hacía ya 28 años. "Ahora que soy actor, mi mujer volvió a tenerme consideración" dijo previo a la lectura de la carta.
Finalmente estaba Liliana. De ella se puede decir que es una mujer de unos aproximados 60 años, pelo negro pero de raíces blancas, baja estatura y vestía con pollera tal cual vestiría una empleada del Automóvil Club Argentino. "Soy la única empleada de todo el Automóvil Club que no sabe manejar— dijo, jactándose orgullosa de su propia ignorancia". De ella supimos que extrañaba mucho aquellos bailes que sus padres organizaban en el salón enorme de su casa de campo. Tanto los extraña, que se emocionó. U actúó la emoción, quien sabe. Sabíamos que sus historias eran verdaderas, pero de todas maneras ellos presentaban como actores. El espectáculo en si ya era confuso, no incomprensible pero si confuso. El reloj marcaba las 22:00 cuando señales de tránsito varias comenzaron a aparecer en la pantalla, y al compás de la música, los actores comenzaron a bailar una coreografía que ilustraba aquello que podíamos ver. Las luces se prendieron otra vez pero la música siguió. La obra había terminado, el show no. Carlos, lejos ya del enamorado hombre que había leído la carta de su mujer, invita al público a bailar. Pocos acceden, de todas formas el ambiente bailantero no duró mucho. "Acompáñenme que nos espera una picada de campo espectacular" incitó Carlos. Hambrientos, todos fuimos hacia allí. Bastaba solamente con cruzar una puerta situada al costado del escenario y nos encontraríamos con la famosa picada. Efectivamente había una mesa con gaseosas, cervezas y para disgusto de los incrédulos, allí estaba ella, la picada. Aún experimento la misma sensación que sentí al momento de ver la espectacular comida. Carlos nos mintió, y descaradamente. De todas formas, lo que había para comer no era variado pero si abundante y sabroso, que en definitiva, resultó ser lo mas importante. Pero espectacular significa espectacular. Aprovechamos la ocasión para intercambiar algunas palabras con los actores. Hablé con Guido y con Nelly, todos repitieron lo mismo, nada es falso, todo es verdadero; lo que allí se ve, así ocurrió. Para que seguir preguntando. Me acerqué entonces a Carlos que devoraba entusiasmadamente las rodajas de mortadela una tras otra. Al verlo, daba la impresión de haber aceptado formar parte del espectáculo solo por la presencia de la picada del final. Frente a él, su rostro me pareció similar al de Guillermo Francella. Ojos claros, pelo negro, bigote, no muy alto. Por un momento dudé si en verdad no se trataba de él, que buscando nuevos horizontes a su aún efectiva, pero ya desgastada carrera como humorista, no se había dedicado a experimentar con nuevas formas de hacer teatro. Estuve incluso tentado de pedirle que me dijera un “a comerla” o su “iiiiii” tan característico, pero tras un trago de gaseosa sabor pomelo, recapacité; y opté entonces por atreverme a hacerle tan solo una recomendación.
— Permitime darte un consejo: cuando enciendas un fósforo, el movimiento de la mano hacelo hacia afuera, no hacia adentro como hiciste, porque te puede prender una chispa en la ropa. Es poco probable pero es lo que recomiendan las normas de seguridad—
— Si, tenés razón. — asintió con el escarbadientes en una mano mientras masticaba la mortadela con la boca cerrada. —lo que pasa es que el bombero que presencia la obra, porque como prendemos fuego tiene que haber siempre uno (aclara), me dijo que no haga así porque una vez se me salió la cabeza del fósforo con chispa y todo y se la encajé a un espectador. No sabés, me quería morir. Aparte es instintivo, uno prende hacia fuera. Igual hoy hijo de puta no se me apagó cuando se cayó. —
Y, son cosas que pasan en la vida, y s veces en la ficción. O en las dos, o en ninguna. Ya no sé que creer.
Finalmente mis compañeros y yo decidimos que ya era hora de retirarnos y asi hicimos. En la puerta de calle nos despedimos, y nos dividimos. Yo emprendí el regreso con quienes me acompañaron en la ida, además de Hermes y Daniela que también se sumaron. La noche era cálida y hacía pesar mi ropa de invierno. Camino a la boca del subte, hablamos y debatimos sobre lo que acabábamos de presenciar; ¿nos gustó la obra? ¿Era realmente una obra?, fueron algunas de las preguntas que nos hacíamos. Las respuestas variaban y yo sinceramente, escuchaba, estaba bastante confundido como para emitir opinión. Encontramos la boca, bajamos las escaleras y subimos al subte. La continuación de la charla hizo que el viaje se hiciera corto. Hermes se bajaría una estación antes que la nuestra, nos recomienda que hiciéramos lo mismo ya que podríamos tomar allí mismo el subte que nos depositaría en el Correo Central. Así hicimos, nos despedimos de él y nos dispusimos a esperar aquel subte. El reloj del andén marcaba las 22:50, por suerte y por milagro, alguien nos informa que el último vehículo pasó a las 22:45 y que había sido el último. Bendito Hermes. Había que caminar, no mucho; pero esto no estaba en los planes. Salimos a la calle y volvimos a recorrer otra vez, los mas porteños paisajes de Buenos Aires. Transitando la calle Corrientes, alguien desliza chistosamente al pasar: “aprovechemos que estamos en Corrientes y vayamos a ver una obra de teatro de verdad”. Fue una frase ingeniosa, graciosa y ocurrente. Demasiados atributos como para no reconocerla. Lo tengo que admitir, es mas fuerte que yo. Seguimos caminando y una mujer apañada bajo la oscuridad de un umbral, me ofrece una tarjeta de publicidad. Acostumbrado a estos métodos de marketing la tomo sin mirar, pero la mujer no la suelta. “Te puedo comentar” me dice, y alcanzo a leer la palabra “Natalie” en la tarjeta. La solté y seguí camino. Yo iba con 2 chicas, una falta de respeto de mi parte. No hacia ellas, sino hacia la mujer que la dejé con la tarjeta en la mano, que habrán pensado mis compañeras de mi descortesía hacia el género. La verdad es que por un momento me había olvidado aquello de los paisajes mas porteños de Buenos Aires. Finalmente llegamos al Correo Central, y comienzo a divisar ya desde lejos, la flota de los 159 estacionada presta a comenzar los recorridos. El micro que nos dejaría a todos conformes era el 1x Mitre y con la experiencia de años de utilizar este transporte, sumada a una cuota de pesimismo, comienzo a sospechar sin ningún tipo de fundamento, que éste sería el primero de los tantos que allí se encontraban y por lo tanto el primero en arrancar. “Chicas apurémonos…” dije acelerando el paso.
Aumento la velocidad y las dejo atrás. Cruzo mal la calle y el colectivo finalmente arranca. Esta situación me permitió descubrir de que interno se trataba. Si, era el 1x Mitre. Comienzo a hacer señas, me paro adelante y el micro frena. Me recordaba a algo, deja vú que le dicen. Por suerte ya venía entrenado del viaje de ida asi que no sentí fatiga. Agradezco al chofer la deferencia y mis compañeras logran subir. Nos sentamos y continuamos aquella charla iniciada a la salida del teatro, con algunos comentarios sobre otros temas, en fin, una conversación amena que otra vez aligeró la pesada carga del viaje de vuelta. Llegamos a Bernal y Lucía se bajó a la altura de la estación de tren, dos paradas antes de donde yo bajaría. Finalmente llegó mi turno de descender y me despido de Daniela y Florencia agradeciéndoles al igual que hice con Lucía, los buenos momentos compartidos. Su viaje aún seguía. Pero mi salida al teatro ya había terminado.
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1 comentario:
ya me hiciste famosa en la crónica??? ajajaajaa gracias martíN!
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